El circuito de Montecarlo es tan genuino, tan loco y raro, que cada esquina tiene un recuerdo y un peligro distinto, constante. El primero, los 33 km de raíles de seguridad que bordean el asfalto urbano: un roce significa accidente. Luego está caerse al mar de cabeza, los pasos de cebra y resto de rayas blancas, las alcantarillas de la ciudad y para terminar, un túnel.
Aunque no llega a medio km., es un peligro por varios motivos: es el único sitio en el que se puede adelantar, no a la mitad, sino a la salida cuando enfilan la bajada a la chicane… pero con un pequeño matiz, que la vista acaba de recibir un enorme golpe de luz a casi 280 km/h. Además, ofrece un cambio de luminosidad fuerte, extremo según Webber, de la luz solar a la oscuridad y otra vez a la luz, “aunque ahora han colocado reflectores que guían la luz solar por dentro y tenemos potentes focos que ayudan a ver” afirma el de Williams. Unos focos que más que iluminar, deslumbran y proyectan incluso sombras que los pilotos han de esquivar con las oscuras viseras del casco puestas.
En total son ocho segundos de contraste que se pasan con el acelerador a fondo y en los que si pasa algo, te tragas al de delante porque no hay tiempo para reaccionar. Justo cuando los ojos empiezan a ver mejor, vuelve el destello de la salida del túnel. Medio circuito roza el mar y hasta los setenta había caídas al agua, porque sólo había mojones de separación. Desde la muerte de Bandini en 1967, que se empotró contra un mojón, se pusieron guardarraíles. Ahora es difícil, pero no imposible caerse.