Los conventos han sido, durante siglos, los depositarios de nuestra rica herencia andalusí en repostería. Pero, lo mejor, es que no sólo han sido depositarios, también han sabido mantener viva esa herencia y compartirla con "el mundo exterior", el que había al otro lado de las tapias.
Fue a raíz de la carta pastoral Sponsa Christi, emitida en 1.950 por el Papa Pío XII, cuando se permitió a las monjas la producción y la comercialización de los productos artesanales que eran habituales en sus cocinas de clausura, tanto en monasterios como en conventos. Era una forma de tener una fuente de financiación autónoma y más o menos permanente.
A partir de entonces, y principalmente durante las fechas de Semana Santa y Navidad, los conventos ponen a la venta los dulces más tradicionales de la gastronomía andaluza: alfajores, polvorones, mantecados, tocino de cielo, borrachuelos, pestiños, roscos fritos, bienmesabe...
Su producción ha sido siempre muy limitada, tanto en el tiempo, como en la cantidad, lo que los hacía aún más apetecibles entre aquellos que se permitían el lujo de pagar unos dulces artesanos a un precio más alto que los de elaboración industrial.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, me da la impresión de que algunos de estos dulces monacales han perdido esas características que los hacían tan especiales y se han transformado en "otra marca más" dentro de la oferta que podemos encontrar en las tiendas e hipermercados.
Supongo que al resto del gremio de la pastelería y la repostería no les hará demasiado felices entrar en competencia con un fabricante, el convento, donde el gasto en mano de obra es... cero. Personalmente, soy de los que prefiere comprar el bienmesabe en el torno del convento... como se ha hecho siempre, mejor que echarlos en una bolsa del Carrefour y "pesarlos por separado".