Hacía unos instantes que las campanadas habían marcado el paso de un año a otro. Le dolía la cabeza. Y no, no era resaca, a pesar de que beber era lo que más había hecho durante toda la Navidad. Eran las fiestas en si mismas las que le causaban estas jaquecas. Era la angustia y estrés, este hartazgo infinito, que le provocaba tanta falsedad.
Estaba harto de la acostumbrada Comida de Navidad con sus compañeros de trabajo. En ella, el único aliciente estaba al final. Entonces, y sólo entonces, se podía ver al gilipollas de su jefe y a alguno de sus acólitos, empapados en Rioja y whisky, haciendo el imbécil más que de costumbre. Este año la diversión había sido doble: además de las payasadas habituales y, como fin de fiestas, su jefe se comenzó a ponerse cariñoso con Inés a la vista de todos. Inés era la jefa de compras. Todos sabían que su trabajo en la empresa no acababa al final del día, que siempre echaba algunas “horas extras” en el despacho del jefe. Claro que eso eran meras sospechas, por lo menos... lo habían sido hasta ahora. Esos besos etílicos y esos magreos torpes confirmaron, penosamente, que aquello era algo más que una suposición malintencionada.
Estaba harto de las cenas familiares... en las que tenía que aguantar a unos sobrinos malcriados y a una cuñada de la que, sin saber muy bien porqué, él y su mujer eran el blanco de sus continuos “tiritos” verbales.
Estaba harto de tener que llevar la cuenta de donde tocaba o no tocaba este año la cena de Nochebuena, la comida de Navidad y la cena de Nochevieja. Claro que, para eso, estaba la “jefa de protocolo” que controlaba esas memeces.
Estaba harto de recorrer tiendas y grandes almacenes, en una especie de gincana, rodeado de bandadas de idiotas que, como él, buscaban unos regalos que sirviera para cumplir con los compromisos de estos días. Regalos estúpidos y carísimos, comprados a desgana y que, en la mayoría de los casos, serían recibidos con el mismo desinterés que se entregaban. Regalos que serían agradecidos de modo hipócrita y arrojados al fondo de un armario para ser olvidados.
Estaba harto, completamente harto, de llenarse de buenos propósitos para el nuevo año y no llevar a cabo ninguno. Le causaba estrés y frustración. Una sensación de fracaso que unidos al resto de los pequeños fracasos que arrastraba del resto del año, sólo servían para atormentarlo aún más.
Por eso, este año se había propuesto que sólo se establecería un propósito. Sólo uno. Nada de dejar de fumar, ni adelgazar ni todas esas paparruchas que otros años se había propuesto. No. Pretendía demostrarse a sí mismo y a los demás que era capaz de llevar sus intenciones a cabo. Demostrar que era un tipo con coraje, un tipo con arrestos, un triunfador. No tendría que aguantar más las miradas de desprecio de su mujer, ni las miradas de compasión de su madre, ni las miradas venenosas de su cuñada, ni las miradas prepotentes de su jefe… nada. A partir de esta noche, de la primera noche del año nuevo, todos los respetarían y lo admirarían.
Mientras estos pensamientos se amontonaban en su cabeza, su mano se deslizó al cajón del escritorio. Abrió su regalo. Le gustaba comprarse algún capricho para él. En sus regalos acertaba siempre… eran los únicos que compraban con interés…
Lentamente, pero con determinación, lo contempló. Seguidamente lo introdujo en su boca. Un ruido fuerte y seco atronó toda la habitación. Una bala atravesó su paladar y acabó estampada en el techo de la habitación, no sin antes haber destrozado su cerebro y reventado su cráneo.
Su cuerpo, inerte, cayó pesadamente al suelo.
Esta vez sí, había cumplido sus propósitos para el Año Nuevo. Ya nadie le echaría en cara que era un fracasado. Se había convertido en un ganador.
Landahlauts 2007
Estaba harto de la acostumbrada Comida de Navidad con sus compañeros de trabajo. En ella, el único aliciente estaba al final. Entonces, y sólo entonces, se podía ver al gilipollas de su jefe y a alguno de sus acólitos, empapados en Rioja y whisky, haciendo el imbécil más que de costumbre. Este año la diversión había sido doble: además de las payasadas habituales y, como fin de fiestas, su jefe se comenzó a ponerse cariñoso con Inés a la vista de todos. Inés era la jefa de compras. Todos sabían que su trabajo en la empresa no acababa al final del día, que siempre echaba algunas “horas extras” en el despacho del jefe. Claro que eso eran meras sospechas, por lo menos... lo habían sido hasta ahora. Esos besos etílicos y esos magreos torpes confirmaron, penosamente, que aquello era algo más que una suposición malintencionada.
Estaba harto de las cenas familiares... en las que tenía que aguantar a unos sobrinos malcriados y a una cuñada de la que, sin saber muy bien porqué, él y su mujer eran el blanco de sus continuos “tiritos” verbales.
Estaba harto de tener que llevar la cuenta de donde tocaba o no tocaba este año la cena de Nochebuena, la comida de Navidad y la cena de Nochevieja. Claro que, para eso, estaba la “jefa de protocolo” que controlaba esas memeces.
Estaba harto de recorrer tiendas y grandes almacenes, en una especie de gincana, rodeado de bandadas de idiotas que, como él, buscaban unos regalos que sirviera para cumplir con los compromisos de estos días. Regalos estúpidos y carísimos, comprados a desgana y que, en la mayoría de los casos, serían recibidos con el mismo desinterés que se entregaban. Regalos que serían agradecidos de modo hipócrita y arrojados al fondo de un armario para ser olvidados.
Estaba harto, completamente harto, de llenarse de buenos propósitos para el nuevo año y no llevar a cabo ninguno. Le causaba estrés y frustración. Una sensación de fracaso que unidos al resto de los pequeños fracasos que arrastraba del resto del año, sólo servían para atormentarlo aún más.
Por eso, este año se había propuesto que sólo se establecería un propósito. Sólo uno. Nada de dejar de fumar, ni adelgazar ni todas esas paparruchas que otros años se había propuesto. No. Pretendía demostrarse a sí mismo y a los demás que era capaz de llevar sus intenciones a cabo. Demostrar que era un tipo con coraje, un tipo con arrestos, un triunfador. No tendría que aguantar más las miradas de desprecio de su mujer, ni las miradas de compasión de su madre, ni las miradas venenosas de su cuñada, ni las miradas prepotentes de su jefe… nada. A partir de esta noche, de la primera noche del año nuevo, todos los respetarían y lo admirarían.
Mientras estos pensamientos se amontonaban en su cabeza, su mano se deslizó al cajón del escritorio. Abrió su regalo. Le gustaba comprarse algún capricho para él. En sus regalos acertaba siempre… eran los únicos que compraban con interés…
Lentamente, pero con determinación, lo contempló. Seguidamente lo introdujo en su boca. Un ruido fuerte y seco atronó toda la habitación. Una bala atravesó su paladar y acabó estampada en el techo de la habitación, no sin antes haber destrozado su cerebro y reventado su cráneo.
Su cuerpo, inerte, cayó pesadamente al suelo.
Esta vez sí, había cumplido sus propósitos para el Año Nuevo. Ya nadie le echaría en cara que era un fracasado. Se había convertido en un ganador.
Landahlauts 2007