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lunes, abril 4

Cuernos, con perdón

En el interior de una ascensor, en algún edificio de viviendas de Granada...

Sembrando dudas

Reconoced conmigo que hace falta tener mala sangre, además de ser incívico,  para escribir algo así en un ascensor. Sembrar una duda tan general, tan poco concreta, tan indiscriminada... Seguro que más de un vecino (o vecina) se ha sentido perturbado al leerla.

Hace unos días Carlos, el hijo de 6 años de Ana y Emilio llegó del cole un poco inquieto. Ana quiso saber el motivo y preguntó, el niño rompió a llorar. Estaba muy preocupado por papá y quería saber si hoy también vendría a comer en casa. Ana asintió. Cuando Emilio llegó, mamá le contó su preocupación por el comportamiento del pequeño y ambos fueron a verlo al cuarto.

- ¿Qué te pasa, hijo, cuéntaselo a los papis?
- Hoy, en el cole, la Seño nos habló sobre los animales de granja. Nos dijo que algunos tienen cuernos. Adrián, mi amigo, dijo que su papá tenía cuernos.... que todos los papás los tenían. Y yo le dije que el mío no... que él no los tenías
Mientras decía esto, Carlos se encaramó a la cabeza de papá y la comenzó a palpar.
- ¿Verdad que tú no tienes cuernos, Papá?
- No, hijo, claro que no.

Afortunadamente, Emilio no vive en el bloque de pisos en cuyo ascensor se encuentra esta pintada...

Nota: la anécdota es totalmente verídica, le sucedió hace poco a unos amigos con su hijo. Lo único que no es real son los nombres, que están cambiados. La pintada, evidentemente, es real.

 Fotografía: Sembrando dudas
Autor: Landahlauts

viernes, diciembre 5

La eterna sonrisa


Jamás había pasado por su cabeza, ni un solo instante, que Kent le estuviera siendo infiel. Y menos aún, que lo hiciera con la insoportable arpía de Stacey.
Por eso, cuando aquel día volvió a casa antes de lo habitual, se sorprendió tanto al abrir la puerta del dormitorio. Allí estaban ellos, en su cama. Durante un largo instante, su mente se nubló y perdió la razón. Cuando la recobró, sus manos y ropas estaban ensangrentadas. A sus pies, Stacey y Kent, desnudos, yacían muertos en mitad de un enorme charco de sangre. Perdió los papeles, sí. Pero no la sonrisa. Esa, jamás.
Dicen los que presenciaron la ejecución, que esa sonrisa tampoco la abandonó en los instantes finales. Cuentan que su último deseo fue retocar, con exquisita parsimonia, el carmín de sus labios. Seguidamente los perfiló con precisión milimétrica. Una vez hubo acabado, el verdugo cubrió su carita con una bolsa de tela negra y ajustó los electrodos en su maquillada frente.

Y el alcaide dio la orden.