Jamás había pasado por su cabeza, ni un solo instante, que Kent le estuviera siendo infiel. Y menos aún, que lo hiciera con la insoportable arpía de Stacey.
Por eso, cuando aquel día volvió a casa antes de lo habitual, se sorprendió tanto al abrir la puerta del dormitorio. Allí estaban ellos, en su cama. Durante un largo instante, su mente se nubló y perdió la razón. Cuando la recobró, sus manos y ropas estaban ensangrentadas. A sus pies, Stacey y Kent, desnudos, yacían muertos en mitad de un enorme charco de sangre. Perdió los papeles, sí. Pero no la sonrisa. Esa, jamás.
Dicen los que presenciaron la ejecución, que esa sonrisa tampoco la abandonó en los instantes finales. Cuentan que su último deseo fue retocar, con exquisita parsimonia, el carmín de sus labios. Seguidamente los perfiló con precisión milimétrica. Una vez hubo acabado, el verdugo cubrió su carita con una bolsa de tela negra y ajustó los electrodos en su maquillada frente.
Y el alcaide dio la orden.
Por eso, cuando aquel día volvió a casa antes de lo habitual, se sorprendió tanto al abrir la puerta del dormitorio. Allí estaban ellos, en su cama. Durante un largo instante, su mente se nubló y perdió la razón. Cuando la recobró, sus manos y ropas estaban ensangrentadas. A sus pies, Stacey y Kent, desnudos, yacían muertos en mitad de un enorme charco de sangre. Perdió los papeles, sí. Pero no la sonrisa. Esa, jamás.
Dicen los que presenciaron la ejecución, que esa sonrisa tampoco la abandonó en los instantes finales. Cuentan que su último deseo fue retocar, con exquisita parsimonia, el carmín de sus labios. Seguidamente los perfiló con precisión milimétrica. Una vez hubo acabado, el verdugo cubrió su carita con una bolsa de tela negra y ajustó los electrodos en su maquillada frente.
Y el alcaide dio la orden.