Esta era mi ventana. Una ventana del coqueto Hotel Moris, en la quinta planta del número trece de la Rue René-Boulanger, en el Distrito 10 de París.
Desde allí se podía ver un mundo lleno de vida. El chaval que se asomaba bostezando a la ventana para ver como había amanecido el día. Aquellas chicas que corrían por la calle. Aquel ejecutivo trajeado que atravesaba a toda velocidad la calle montado en su bicicleta. Aquella familia que desayunaba todas las mañanas en su enorme terraza servidos por una chica vestida con su cofia y su uniforme...
Desde el principio me llamó la atención la costumbre tan generalizada de no cerrar las persianas ni los visillos, ni de noche ni de día. Esa falta de pudor no siempre mostraba casas lujosas y llenas de detalles. Su contenido podía ser de lo más dispar.
Por la tarde-noche la visión desde aquella ventana cambiaba radicalmente. Recuerdo haber visto estudios, de poco más de veinte metros cuadrados, habitados por cuatro o cinco personas. Recuerdo haber visto cocinas en menudas en las que el contenido de una olla hervía de como continuo. Recuerdo haber visto niños practicando con el piano durante toda la tarde. Recuerdo a esos anciano que leían hasta altas horas de la madrugada, reclinados en sus confortables sillones. Recuerdo haber visto a parejas que cenaban tranquilamente, acompañados con el rojo rubí de una botella de Bourgogne...
Como pequeños escaparates, esas ventanas se mostraban a cualquiera, toda un universo lleno de vida que se desarrollaba allí, en aquellas pequeñas burbujas. Gente desconocida que comía, dormía, amaba, leía, discutía... sin que, en apariencia, les importara nada lo que ocurría fuera.
Fotografía: Rue René-Boulanger
Autor: Landahlauts