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viernes, noviembre 4
Las vueltas de la vida....
Nació lejos, a casi cuatro mil kilómetros de distancia. Cuando yo lo conocí, era un tipo calvo, de mediana edad, con ojos negros, muy brillantes. Criado en el seno de una familia de clase acomodada, cuando de joven se encaprichó en estudiar Medicina en el sur de Europa, nadie puso reparo alguno. Se matriculó en Granada y, durante la carrera, quedó encandilado de una andaluza, de ojos tan negros como los suyos y pelo zahíno. Se casaron, y fundaron su propio hogar, en esta ciudad. El trabajo nunca faltó.
Jamás sufrió el desprecio del racismo. Seguramente porque nunca fue pobre. Y es que, para muchos, no es lo mismo ser "el moro" del segundo, que ser "Don Fulano, el pediatra árabe del segundo". El racismo suele ser económico.
Siempre que mentaba a su ciudad, esa que visitaban al menos una vez al año, sus ojos negros brillaban más que nunca. Contaba sus bellezas, hablaba de sus monumentos, enumeraba las similitudes con Granada y su gente. Recordaba a sus padres y hermanos: prósperos comerciantes a los que la fortuna y el trabajo duro les permitía vivir más que bien en la Ciudad Vieja, aquella que la UNESCO declaró Patrimonio de la Humanidad.
Los parientes de allá también venían frecuentemente a Granada. Pasaban una o dos semanas, disfrutaban de la familia, estrujaban sus tarjetas de crédito y volvían a su tierra, cargados de caprichos y de regalos.
Pero llegó la guerra, la maldita guerra. Y Abdul contempló horrorizado como la sinrazón acababa con muchos de los suyos, con sus negocios, con su futuro, con la esperanza de todos. Abdul vio, y ve aún, como su ciudad, Alepo, se ha convertido en un sanguinario campo de batalla de un presidente tirano, de unos desquiciados que usan el nombre de Dios como excusa y de unas cuantas potencias extranjeras que quieren demostrar a las otras "que la tienen más grande" que las demás. Mientras, la gente muere.
La familia de Abdul en Alepo, los pocos que sobrevivieron, fueron afortunados, comparados con sus conciudadanos de menos recursos. Juntaron sus alhajas y una decena de miles de dólares y huyeron, dejando su pasado desangrándose detrás. Huyeron al norte, hasta Turquía. Desde ahí, después de pagar sobornos, después de viajar como animales en camiones a precio de vuelo en First Class, después de cientos de penalidades... llegaron a un campo de refugiados en algún lugar de Europa del Este.
Hoy, la familia de Abdul, vive en una tienda de campaña donada por la Canadian Red Cross. Un policía sin escrúpulos les "confiscó" las alhajas, y los dólares que quedaban. Sus móviles de última generación son ahora cacharros inútiles después de que la lluvia y un tiempo infernal, los mantuviera húmedos durante semanas.
Sin embargo, guardan esos móviles inanimados. Quizás porque sea el último vestigio que les queda de un pasado brillante, no muy lejano, en el que vivían plácidamente en su casa de la ciudad vieja de Alepo.
Esos recuerdos ayuda a pasar los días en una tienda de campaña por la que cuela a partes iguales el frío y la lluvia...
jueves, septiembre 3
La playa
Aylan Kurdi tenía tres años, y su hermano Galip, cinco. Eran sirios, kurdos probablemente, por su apellido. Ayer aparecieron muertos en una playa de Bodrum, un pueblo turístico de Turquía con gran vida nocturna, donde cada año cientos de miles de europeos disfrutan de sus costas.
Aylan y Galip Kurdi huían de la guerra y del horror, huían de una muerte segura. No buscaban "el sueño europeo", no buscaban un futuro mejor. Buscaban un futuro. Y con otras personas se montaron en un bote hinchable y huyeron de Siria, rumbo a Europa. Y no llegaron con vida.
Ayer vimos la fotografía de Aylan Kurdi, muerto, en la playa. En una turística playa turca, bañada por nuestro Mar Mediterráneo. El mar del que yo mismo disfrutaba hace menos de una semana, donde montones de niños andaluces jugaban con sus colchonetas hinchables, con sus zambullidas con sus risas...
Ver esa foto fue como recibir una fría hostia de realidad en la cara.
Nada cambiará. Nuestros países, por acción u omisión seguirán siendo responsables de esa guerra, de esa injusticia. Nosotros seguiremos cerrando nuestros ojos ante esas muertes: ya sean provocadas por una huida de la violencia o de la pobreza. Continuarán amontonándose los cadáveres de personas anónimas al otro lado de nuestra muralla europea.
Pero, algún día, esa muralla caerá. Y entrarán: no hay barreras infranqueables a la desesperación y a la miseria. Y no tendremos argumentos para explicarles cómo pudimos ser tan insensibles y cínicos ante su tragedia. Y ante tantas tragedias.
Pero os aseguro que, a partir de ahora, me costará disfrutar de ese mar sin acordarme de tantos Aylan, de tantos Galip, de tantos...
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