Cuarenta años de la Constitución Española de 1978. Aquella nacida en plena “Modélica Transición”, bajo una libertad vigilada, con el ruido de sables como amenaza latente, el terror sembrado por la extrema derecha y un jefe de Estado designado por el propio “Caudillo”. En ese contexto, amparados en la legalidad de una Ley de Amnistía, se decidió pasar página sobre la represión, la tortura y la muerte que marcaron la Guerra Civil y la posguerra. No hubo justicia para los represaliados ni para sus familias. Ni siquiera se intentó algo parecido a una comisión de la verdad que sacara a la luz los años de llanto silenciado y ofreciera un reconocimiento moral a las víctimas.
Quizá, en aquel momento, con aquellas circunstancias, pudiera entenderse: el miedo a la continuidad del régimen era real, y la ilusión por una democracia incipiente —aunque imperfecta— ofrecía un respiro. Pero esa ilusión también sirvió de excusa para echar más tierra sobre las fosas de nuestros muertos: tierra del olvido. Y así se hizo. Desde entonces, hemos soportado durante décadas que se llamara “patriotas” a psicópatas fascistas de camisa caqui o azul; que sus nombres permanecieran en el callejero; que sus hijos, reconvertidos en demócratas de toda la vida, colocaran flores sobre las fosas comunes que sus padres y camaradas llenaron.
Pasaron cuarenta años. La democracia, decían, estaba consolidada. Pero las fosas siguen ahí. La injusticia también. Y el silencio. Los culpables murieron... de viejos.
Y aún hoy hay quien dice que “hay que mirar hacia adelante, olvidar el pasado, centrarse en el futuro”. Lo dicen con desdén hacia quienes cuestionamos el Régimen del 78, quienes no nos identificamos con su bandera —heredera de la franquista—, ni con su rey presuntamente ladrón y putero —sucesor directo de la dinastía “FrancoPorLaGraciaDeDios”—, ni con su Constitución —votada con la nariz tapada.
Pero ese silencio, ese vergonzoso y cómplice silencio, solo ha servido para que las nuevas generaciones crezcan en la ignorancia de su historia más reciente. El franquismo quedó relegado a ese último capítulo del libro de historia que “nunca da tiempo a abordar durante el curso”. Por eso, muchas de las generaciones nacidas en democracia apenas saben quién fue Franco, o lo conocen a través de una versión edulcorada, promovida por partidos de extrema derecha que han logrado lavarle la cara. En ese vacío educativo y simbólico, hay jóvenes que consideran “rebelde” y “cool” apoyar a Franco —como si abrazar el autoritarismo fuera una forma provocadora de diferenciarse, una estética de la transgresión vacía, sin memoria ni contexto—. Y lo hacen convencidos de que “creó la Seguridad Social” —como si el dictador hubiera despertado un día con vocación socialdemócrata y se hubiera puesto a diseñar coberturas universales desde la misma mesa de El Pardo en la que firmaba a diario penas de muerte. Como si décadas de represión, censura y fosas comunes pudieran quedar compensadas con un par de folletos de asistencia médica. Spoiler: no la creó. Pero qué más da, si lo dicen en TikTok.
No hubo justicia. No hubo memoria. Solo silencio.
Y esas nuevas generaciones, hoy desencantadas, sin horizonte, amenazadas por un futuro incierto... esas generaciones nacidas sin memoria... son la herencia de aquella “Modélica Transición”. El legado del silencio de los corderos.
Y esas generaciones, en su desesperanza, no dudan en abrazar cualquier discurso que les prometa ilusión, incluso si viene de la extrema derecha. Aunque mienta. Aunque les robe derechos y libertad.
Son vuestros hijos. Son nuestros hijos. Son el futuro. Los hijos de vuestra Constitución.

